jueves, abril 13, 2006

La quema del Judas


Vivía en la calle Waddington. Una típica calle de cerro porteño con relucientes adoquines y veredas interrumpidas por escalinatas. Se entraba a esta calle desde la avenida Gran Bretaña y se podía llegar hasta la Caleta El Membrillo. Como ven, estamos en la "República" de Playa Ancha.
Por esta época cuaresmal, niños recorrían las casas de la vecindad recolectando monedas para "el Judas". Éste era un muñeco casi de tamaño natural, hecho de trapos y paja, y vestido con ropas aportadas, generalmente, por los progenitores de la "pandilla". Este rito popular se repetía ad infinitum en todos los recovecos de los cerros que conforman Valparaíso.
Todo comenzaba con una importante etapa creativa tendiente a dar forma al Judas: una suerte de escultismo aficionado. Éramos cinco o seis niños armando esa réplica de hombre que culminaría su breve existencia en el fuego. Después, venía el apelar a la sensibilidad evangélica de los vecinos para que aportaran sus monedas, las que iban a parar a los bolsillos de la réplica del traidor. Entonces, era el paseo simbólico de este "hombre" que fue capaz de vender a Cristo por unas monedas. Ahora éramos los niños, aquellos que fueron verdaderos paradigmas de virtudes para el Maestro, quienes cobrábamos venganza por aquella maldita traición. Como simples mortales, hacíamos algo que Jesús no hizo ni habría hecho en su infinita misericordia. En nuestra calidad de "pecadores", teníamos la licencia para condenar al prójimo. Finalmente, llegaba el día en que armaríamos el improvisado "infierno" para que Judas expiase su culpa: el fuego, el medio purificador utilizado desde el inicio de la existencia del hombre.
Grandes y chicos hacían un ruedo en torno a la pira que se había construido a centímetros de los pies de Judas, el que colgaba de un alambre, apenas mecido por el viento playanchino. Había un momento de expectación mientras se encendía la pira. Poco a poco, las llamas lamían las extremidades del muñeco y, en unos instantes, el fuego le envolvía todo. Uno que otro le pegaba con un palo y las monedas comenzaban a caer, y los niños se abalanzaban para hacerse de alguna.
Luego, sólo un montón de cenizas humeantes y niños gritando y corriendo, anunciando que Judas había recibido el merecido castigo por vender a Cristo, aquél que amó, sobre todo, a los niños.

sábado, abril 08, 2006

Ascensores


Como es común para muchísimos habitantes de este maravilloso anfiteatro llamado Valparaíso, desde niño usé este original medio de transporte para bajar al plan. Cada mañana, me encaminaba al viejo ascensor para dirigirme al Colegio Salesiano. Ahí estaba la conocida señora que activaba con el pie el mecanismo que me permitía acceder a esa caja mágica que, en unos instante, iniciaba su movimiento cuesta abajo. Se escuchaba el rodar de esas especies de canutos gigantes sobre los que se deslizaban las cuerdas de acero mientras más allá el mar nos brindaba su saludo de peces. Una sinfonía de sonidos ferrosos nos acompañan en nuestro descenso al plan del puerto. Cual sala de espera de un médico, quienes nos hallamos en este cubo apenas nos miramos o miramos el techo o el paisaje porteño que se avista desde cada una de las ventanillas o, los más nerviosos, observan los tensos cables que sujetan este carro sobre el que viajamos. Crecimos en estos carros y cada etapa de nuestra vida nos trajo experiencias diversas. En alguno de estos ascensores de Valparaíso se conquistó a una muchacha, justo en el lapso en que transcurrió nuestro descenso o ascenso.
¿Es posible concebir a Valparaíso sin estas cajas que se cruzan día a día en los cerros de este maravilloso puerto?
No. Los ascensores son parte del ser porteño, son esa poesía que se escribe cada mañana, cada tarde, cuando vamos o venimos de nuestro colegio o de nuestro trabajo.