sábado, septiembre 16, 2006

Víctor Hugo en Alejo Barrios



Recuerdo que cuando era adolescente, solíamos partir a las ramadas que se ubicaban en las canchas de fútbol de Alejo Barrios, en la "República" de Playa Ancha. Era la época en que la Escuela Naval aún no llegaba al lugar ni existían las construcciones universitarias que hoy rodean estas canchas.
Por lo tanto, la cantidad de ramadas era bastante superior a las que hoy sólo se limitan a los espacios deportivos.
Aún la cueca reinaba en cada una de las improvisadas construcciones con olor a eucaliptus y en las que se ofrecía lo más típico de la cocina chilena, a precios muy módicos.
Era una fiesta de la familia en la que cada uno de sus integrantes hallaba algo que le interpretaba, que le invitaba a ser parte de la fiesta.
Entre los recuerdos de esos años ocupa un especial lugar un personaje que, año a año, instalaba una ramada que atraía a gran cantidad de personas. Él era Víctor Hugo, un homosexual que tendría unos cincuenta y tantos años y que acogía a los visitantes con una solicitud que ya la quisiéramos hoy en cualquier local comercial.
Como dije, éramos adolescentes de colegio y, ello, podría hoy dar pie a una supuesta seducción de este personaje hacia nosotros. Pero creo que si quedó en mi memoria es porque, justamente, Víctor Hugo rompía absolutamente el paradigma social de un homosexual. En efecto, él tenía su pareja y, por lo tanto, en modo alguno, flirtearía siquiera con otros hombres.
Nos recibía con gran alegría y, muchas veces, se negó a cobrarnos a sabiendas que, como jóvenes, siempre andábamos al tres y al cuatro. Él mismo nos atendía y se sentaba con nosotros a parlotear con entusiasmo sobre los temas más diversos.
La cocina de Víctor Hugo era de película. Esperábamos con ansias llegar a su fonda para saciar nuestro apetito. Allí, entre cuecas y tonadas, probábamos las jugosas empanadas, los ricos anticuchos y el infaltable mote con huesillos.
Se nos quedó anclado en nuestras memorias porque era un hombre que asumía con absoluta naturalidad su extraña condición, respetándonos como personas que caminábamos por otro carril, mucho más aceptado socialmente, pero que no impedía que nos sentáramos a compartir en torno a un vaso de chicha dulce de Curacaví, sin temores ni condenas.
Víctor Hugo era un maestro del arte de la conversación. El tiempo solía detenerse en cada una de sus historias y, nosotros, evitábamos interrumpirle para saborear entretenidas anécdotas y vivencias que, nunca, nunca tuvieron otro cariz que el de departir entre amigos, sin dobles intenciones.
Creo que en el momento actual hay muchos homosexuales que deberían aprender de personajes como Víctor Hugo. Seguramente, serían bastante menos rechazados y vilipendiados por quienes se consideran "normales".

jueves, julio 27, 2006

American Bar, su casa

En aquella época, estando en la UCV, nos veníamos al barrio el puerto, profes y alumnos, para incursionar en el barrio rojo porteño. La primera parada lo constituía una estancia en el Rolland Bar, lugar en el que se encontraban jóvenes de las distintas universidades de Valparaíso. Allí, se filosofaba, se conversaba y analizaba la realidad del momento, en fin, era un lugar apropiado para conocer gente importante, intelectualmente, se entiende. Pero era también el preámbulo o la espera obligada para dirigirnos, luego, al American Bar. Hacíamos la hora para ver el show.
El viejo Canales ya nos conocía y nos reservaba una mesita aledaña al mini escenario. No era un local muy grande, aunque la verdad es que siempre lo vi en penumbras. El centro iluminado era el escenario, donde se iban turnando chicas que, haciendo gala de toda una rutina lamida por el tiempo, se despojaban de sus vestimentas hasta quedar totalmente desnudas. Pero había también números musicales, aún recuerdo un conjunto de rock cuyo baterista era realmente excelente, no sólo por su habilidad sino también por sus aptitudes histriónicas que hacían reír de buena gana a los espectadores.
Ahí, junto a la escalita por donde subían y bajaban las chicas, nos servíamos sendas cubas libres o, simplemente, cervezas. A más de alguno se le sentaba en las piernas alguna de las niñas de la casa y comenzaba a acariciarlo mientras los demás nos moríamos de la risa.
Ahí nos quedábamos hasta que el local cerraba. A un par de horas de la salida del sol, partíamos hacia la universidad. No sé cómo aguantábamos tanto; pero igual atendíamos a las clases del día, incluso las de aquellos profes que habían compartido con nosotros la ronda nocturna.
"American Bar, su casa" un anuncio que se nos quedó grabado en nuestra memoria y que, de una u otra forma, añoramos con inusitado afecto.

lunes, junio 05, 2006

Invierno porteño

Llueve en Valparaíso. El mar comienza a manifestar su inquietud salobre: se respira en el ambiente. Seguramente se nos vendrá un temporal que llevará a los cabros de Liceos y Colegios a recorrer la ribera y pegarse una mojada de padre y señor.
Cuando se nos viene esta lluvia, generalmente, el viento arrecia con violencia inusitada. A casi nadie se le ocurre, entonces, salir con paraguas y, más aún, si es hombre. Comienza con una inofensiva llovizna que va engrosando su caudal paulatinamente, hasta convertirse en un chaparrón que todo lo moja y apoza. El agua se descarga por las bajadas de los cerros como inmenso aluvión que deposita su carga barrosa en el plan. Ahí sí comienzan los problemas ya que las pannes de vehículos generan tacos enormes.
Sin embargo, no todo es malo. No hay espectáculo más fascinante que ese mar embravecido que rompe en millones de cristales sobre los cabros que corren raudos para esquivar la mojada. Más allá, los barcos y buques toman posiciones para enfrentar la marejada. Cabecean de lo lindo y se vé saltar el agua que choca con sus estructuras. A pesar del viento y la lluvia, las gaviotas igual sobrevuelan el arremolinado espacio, lanzando sus graznidos y meciéndose, a veces estáticas, empujadas por el viento.
Apenas este espectáculo ha comenzado, las dueñas de casa comienzan a preparar las infaltables sopaipillas: secas y pasaditas. Es el día de onces suculentas y sabrosas. Allí, al amparo de la debacle externa, probamos un rico té o café con leche y le hacemos los honores a esas sopaipillas que, diligentemente, preparó la patrona.
Así, el invierno porteño genera una de las más sabrosas expresiones del arte culinario, en cada casa colgada de los tantos cerros que presencian este temporal.

miércoles, mayo 03, 2006

Paseo 21 de mayo


Era como el balcón natural de la antigua Escuela Naval. Desde él, se aprecia el puerto de Valparaíso en toda su extensión. Ancho corredor testigo de muchas generaciones, especialmente de jóvenes enamorados, de estudiantes-paseantes y, también, de bailarines. Sí, tal como lees. Cuando apenas era un prepúber, viví las experiencias más mágicas en ese paseo. Año a año, se efectuaba allí un Carnaval que reunía a los jóvenes con sus familias para bailar al ritmo de los grupos y cantantes populares. Recuerdo que esperábamos con ansias este evento veraniego para incursionar, bajo las guirnaldas multicolores, en los misterios del amor. Por allí vimos pasar a Los Tigres, Los Blue Splendor, Luis Dimas y muchos más. Era la época en que los artistas populares eran eso, "populares" y, por ende, estaban al alcance de sus admiradores. Recuerdo que venían mis primas de Santiago y las autorizaban para ir al Carnaval, siempre y cuando les acompañara su primo, o sea yo. Para mí era un orgullo llegar con mis primas ya que eran harto buenamozas. Pero estaba ya abriendo mis ojos y mi corazón al misterio del pololeo. Entre blue y blue se fueron entretejiendo afectos efímeros que irían fraguando mi experiencia con el sexo opuesto -o complementario, debería decir. Aún recuerdo la frescura de esas jóvenes mujeres que aceptaron que les abrazase y tocara con mis labios sus labios. Qué sensaciones. Me recuerdo mirando las luminarias del puerto junto a mi pareja, uno que otro barco entrando o saliendo de la bahía. Había momentos para la algarabía y momentos para el retiro embelezado por la belleza del paisaje nocturno. Fueron estos mis mejores momentos juveniles. Sólo existía el cigarrillo y la piscola. Y los muchachos no eran malos. Eso vendría después y marcaría el término de una etapa maravillosa en que todo tenía un halo de inocencia. Aún cierro los ojos y me adentro en el túnel multicolor del paseo 21 de mayo, provisto de unos blue jeans Top Gun, peinado a la parafina sin olor, perfumado, buscando entre la muchedumbre unos ojos que quisiesen engarzarse en los míos.

jueves, abril 13, 2006

La quema del Judas


Vivía en la calle Waddington. Una típica calle de cerro porteño con relucientes adoquines y veredas interrumpidas por escalinatas. Se entraba a esta calle desde la avenida Gran Bretaña y se podía llegar hasta la Caleta El Membrillo. Como ven, estamos en la "República" de Playa Ancha.
Por esta época cuaresmal, niños recorrían las casas de la vecindad recolectando monedas para "el Judas". Éste era un muñeco casi de tamaño natural, hecho de trapos y paja, y vestido con ropas aportadas, generalmente, por los progenitores de la "pandilla". Este rito popular se repetía ad infinitum en todos los recovecos de los cerros que conforman Valparaíso.
Todo comenzaba con una importante etapa creativa tendiente a dar forma al Judas: una suerte de escultismo aficionado. Éramos cinco o seis niños armando esa réplica de hombre que culminaría su breve existencia en el fuego. Después, venía el apelar a la sensibilidad evangélica de los vecinos para que aportaran sus monedas, las que iban a parar a los bolsillos de la réplica del traidor. Entonces, era el paseo simbólico de este "hombre" que fue capaz de vender a Cristo por unas monedas. Ahora éramos los niños, aquellos que fueron verdaderos paradigmas de virtudes para el Maestro, quienes cobrábamos venganza por aquella maldita traición. Como simples mortales, hacíamos algo que Jesús no hizo ni habría hecho en su infinita misericordia. En nuestra calidad de "pecadores", teníamos la licencia para condenar al prójimo. Finalmente, llegaba el día en que armaríamos el improvisado "infierno" para que Judas expiase su culpa: el fuego, el medio purificador utilizado desde el inicio de la existencia del hombre.
Grandes y chicos hacían un ruedo en torno a la pira que se había construido a centímetros de los pies de Judas, el que colgaba de un alambre, apenas mecido por el viento playanchino. Había un momento de expectación mientras se encendía la pira. Poco a poco, las llamas lamían las extremidades del muñeco y, en unos instantes, el fuego le envolvía todo. Uno que otro le pegaba con un palo y las monedas comenzaban a caer, y los niños se abalanzaban para hacerse de alguna.
Luego, sólo un montón de cenizas humeantes y niños gritando y corriendo, anunciando que Judas había recibido el merecido castigo por vender a Cristo, aquél que amó, sobre todo, a los niños.

sábado, abril 08, 2006

Ascensores


Como es común para muchísimos habitantes de este maravilloso anfiteatro llamado Valparaíso, desde niño usé este original medio de transporte para bajar al plan. Cada mañana, me encaminaba al viejo ascensor para dirigirme al Colegio Salesiano. Ahí estaba la conocida señora que activaba con el pie el mecanismo que me permitía acceder a esa caja mágica que, en unos instante, iniciaba su movimiento cuesta abajo. Se escuchaba el rodar de esas especies de canutos gigantes sobre los que se deslizaban las cuerdas de acero mientras más allá el mar nos brindaba su saludo de peces. Una sinfonía de sonidos ferrosos nos acompañan en nuestro descenso al plan del puerto. Cual sala de espera de un médico, quienes nos hallamos en este cubo apenas nos miramos o miramos el techo o el paisaje porteño que se avista desde cada una de las ventanillas o, los más nerviosos, observan los tensos cables que sujetan este carro sobre el que viajamos. Crecimos en estos carros y cada etapa de nuestra vida nos trajo experiencias diversas. En alguno de estos ascensores de Valparaíso se conquistó a una muchacha, justo en el lapso en que transcurrió nuestro descenso o ascenso.
¿Es posible concebir a Valparaíso sin estas cajas que se cruzan día a día en los cerros de este maravilloso puerto?
No. Los ascensores son parte del ser porteño, son esa poesía que se escribe cada mañana, cada tarde, cuando vamos o venimos de nuestro colegio o de nuestro trabajo.

viernes, marzo 31, 2006

Firulay no volvió al Colegio


Años que el pequeño perro recorría, durante toda la jornada escolar, los tres patios del establecimiento. Siempre junto a los más pequeños, recibía de ellos no sólo sus caricias, sino también uno que otro pedacito de sus meriendas. Cuando los niños entraban a clases, se quedaba echadito junto a la puerta, esperando el nuevo recreo o la hora de salida. De pelo rubio, muy pequeño, de cortas patitas y unas orejitas que se doblaban en las puntas. Firulay tenía un andar gracioso y se había ganado el cariño de todos. Cada mañana, entraba por la puerta del Colegio como un alumno más. Pero lo más extraordinario es que cuando los niños se iban de vacaciones, él también se iba y no le veíamos hasta el inicio de un nuevo año escolar. ¿Dónde iba durante esos meses? Es parte del misterio de Firulay.
Este año, le esperamos a la entrada como todos los años..., pero no volvió. Quién sabe qué pasó con él. Quizás estaba muy viejo ya y prefirió morirse durante las vacaciones para no apenar a los niños.
Firulay, siempre te tendremos en el recuerdo de nuestros corazones.

martes, marzo 14, 2006

Descenso madrugador

Linda mañana. O mejor, debería decir hermosa madrugada. Me descuelgo desde el Cerro Esperanza, rumbo a Avenida España. Aún es de noche: la luna lame con su luz el mar en penumbras. Los cerros porteños, cual inmenso diamante, lanzan sus destellos dorados. Sólo mis pasos se escuchan mientras bajo las escaleras que me llevarán hacia una fuerte pendiente.
Suelo aspirar con ganas ese aire marino que oxigena todo mi ser. Me siento amo de la madrugada en medio de esa soledad, propia de mañanas tempranas. Más de un año llevo haciendo esta caminata hasta la Avenida España, en la que espero el bus, acompañado de somnolientos quiltros que me miran amistosamente. Siento, suave, el ir y venir de ese mar que adivino al otro lado de los rieles ferroviarios.
Me subo al bus 17 y el chofer me da el buenos días, mientras en los asientos, las caras de todos los días, aún presentan resabios de una noche de sueños.
Otro día comienza.

martes, enero 24, 2006

Esperanza se cayó del mapa


Lo que voy a decir es expresión de toda una población que se halla en el límite entre Valparaíso y Viña del Mar. En este lugar, en el que Recreo y Esperanza se dan la mano, viven personas que se sienten orgullosas de ser viñamarinos y porteños, respectivamente. Quizás si esta especie de "patriotismo" cerruno se deba a que se vive en una zona que, de uno u otro modo, hay que defender.
Lo más trágico del asunto es que, siendo el Cerro Esperanza parte del puerto, en la mayoría de los mapas turísticos no aparece. Algunos llegan hasta el Cerro Barón o, a lo sumo, Placeres.
Es como si Esperanza se hubiese caído del mapa. Sin embargo, esta omisión causa una seria tristeza en quienes, día a día, se declaran más porteños que muchos habitantes de otros cerros más centrales.
Y lo más paradójico es que la máxima autoridad porteña, el Alcalde, vive en el Cerro Esperanza.
A nombre de todos los esperancinos, exijo se les incluya en los futuros mapas o se cambiarán a Viña del Mar.

domingo, enero 01, 2006

El maestro Soto

Si te paras en la plaza Aníbal Pinto, allí donde la calle Esmeralda cambia su nombre a Condell, y miras por dónde acceder al cerro, verás que hay dos subidas que se bifurcan a lo alto. La de la derecha es Almirante Montt, subida muy importante para mí ya que en ella vivía mi abuelo Florindo. La de la izquierda se llama Cummings. Quien bifurcaba estas dos subidas era una pérgola en la que damas y novios compraban sus ramos de flores.
Pues bien, al inicio de Cummings se encontraba la peluquería del maestro Soto. Allí se cortaron el pelo mi abuelo, mi padre y tíos, y quien escribe estas líneas.
El maestro Soto era un señor moreno, peinado a la gomina, muy callado, lo que contrastaba con sus otros dos colegas, quienes departían constantemente con los clientes sobre temas políticos y deportivos.
En este local, tapizado por fotos de diversos tipos -algunas no tan santas- se respiraba la veneración a Wanderers, el decano del fútbol chileno. Allí se preparaba la asistencia al siguiente encuentro deportivo, con la correspondiente vianda alimenticia y líquida que haría más grata la estancia en el estadio.
En este lugar se podía apreciar las fotos de todos lo equipos wanderinos que tejieron la historia del club más antiguo de Chile. El maestro Soto, tan callado como siempre, se volvía locuaz a la hora de responder preguntas sobre jugadores o anécdotas acaecidas en la cancha. Seguramente, el maestro Soto ya partió a ese otro mundo en el que, más de alguien, se cortará el pelo con él.
He escrito estas breves líneas porque, al iniciarse este 2006, vino a mi memoria para que yo dé cuenta de este hombre que, como tantos, escribe la intrahistoria de nuestro querido Valparaíso.