jueves, mayo 01, 2008

Escaleras al cielo


Funicular lo llaman los santiaguinos. Nosotros hablamos de ascensor. Ellos están allí, encaramándose a los cerros, desde que era un niño. Quienes hemos vivido siempre en algún cerro de Valparaíso hemos tenido la suerte de tener uno cerca y experimentamos cada día la aventura de descolgarse desde la altura hacia el colegio o el trabajo. Bajamos entre el ruido de ruedas girando y de esas especie de canutos gigantes de hilo sobre los que resbalan las gruesas cuerdas de acero. Desde sus ventanillas vemos en todo su esplendor el Pacífico y los barcos que entran y salen. Más de alguna vez entablamos una inesperada conversación a bordo de esta caja metálica que desciende o sube. Cuando era lolo, eran las miradas malamente disimuladas hacia la muchacha que lee, sentada en la banca de madera. Muchos amores se fraguaron dentro de estas cajas de sorpresas.


Hoy, varios de estos prodigios o han desaparecido o están inmóviles, como estatuas, como una suerte de escenografía falsa. Es la "modernidad" que termina con todo lo que es nostalgia y romanticismo. Algunos de estos ascensores tuvieron la suerte de quedar grabados en alguna insignia o póster turístico, especie de testamento de una época que ya no es.


Ojalá que los ascensores que aún luchan por sobrevivir me acompañen hasta que deje este tránsito terrenal. Ellos me han hecho sentir la ciudad en un subir y bajar, conocer a sus gentes con olor a mar, soñar desde la altura viajando en alguna de las naves que se internan en el gran camino azul.


Cerca de aquí hay un ascensor que aún traslada su carga humana. Ahora mismo me voy a embarcar en su caja metálica para encontrarme, allá abajo, con mi entrañable amigo Claudio.

domingo, abril 13, 2008

Gaviotas parlanchinas

Escucho a Teddy ladrar furioso hacia el amplio ventanal de nuestro dormitorio. Seguramente es la gaviota que, inmutable, le observa desde la luminaria del poste de enfrente. Así es cada vez que bandadas de gaviotas nos visitan con sus destemplados graznidos y lanzan sus bombitas de nieve sobre la terraza -cosa que pone los pelos de punta a mi esposa. Más encima, a Teddy le gusta lamer este maná aéreo y Gaby le reprende, porque piensa que se puede enfermar.
Leer un buen libro en la terraza, bajo el quitasol que protege del sol y de los bombardeos fecales, sintiendo el coro de gaviotas en el techo de la casa, mientras Teddy les observa alerta, es uno de los gustos que me gusta darme de vez en cuando. Desde allí se adivina el mar con su incesante sinfonía de ires y venires.
Las gaviotas son parte del paisaje porteño. Uno tiene el privilegio de asistir al nacimiento de polluelos, observar su entrenamiento bajo la atenta mirada de sus padres, verles sostenerse en el aire bajo la lluvia y el temporal.
Estas grandes aves, vestidas de traje de gala, eximias pescadores, son unas parlanchinas hechas y derechas. Entre ellas se da en su plena expresión la habilidad social. Viven comunicándose ya sea en algún techo o, simplemente, en pleno vuelo. A veces pienso que existe un intrincado lenguaje que las une en estos .conciertos de graznidos. Estás almorzando o recostado en tu cama y una sombra que se escurre por los objetos iluminados por el sol dan cuenta de sus vuelos rápidos, acompañados por su espíritu dicharachero.
Son bellas y curiosas aves. Se asoman hacia nuestra intimidad sin pedir permiso, volteando ligeramente su cabeza para mirarnos con detención.
Damas del aire salobre de Valparaíso, recorren el litoral entre sus parloteos habituales, oteando las casas que cuelgan de los cerros o avistando al pescador generoso que les lanza al mar parte de su pesca. Otra vez ladra Teddy: la gaviota le mira ladeando su cabeza, desde el poste de enfrente.