jueves, marzo 12, 2009

Liceo Alfredo Nazar Feres


El 2 de marzo de este año asumí la dirección de este emblemático Liceo. Cinco años estaré liderando a unos 85 adultos y 1.175 niños y jóvenes -si Dios así lo quiere. Lo que más ha sorprendido a mi alma de educador es el hecho de volver al establecimiento en que estudié la primaria y, gran parte, de la secundaria. Esto es como cerrar un ciclo vital ya que se supone que al término de mi gestión estaría jubilando. Lo siento como un premio divino: no todos terminan en la misma institución en que se iniciaron como niño.


Lo de emblemático es justificable, pues esta unidad educativa nació en Tacna, en marzo de 1885. Época en que ese territorio, hoy peruano, pertenecía a Chile. Alrededor del año 1926, se traslada a Playa Ancha. O sea, unos 123 años de vida y al servicio de la formación de generaciones.


Recuerdo el anexo del Liceo de Playa Ancha, en la avenida Gran Bretaña. Cómo no recordar a la Srta. Felicia Ochoa, quien con santa paciencia logró "domarnos". El Sr. Burgos, director de ese anexo. Fue la época del chiqui chiqui lori, del trompo, el emboque, en fin, de juegos que hoy se extinguen. Cómo no acordarme del puñete que le pegué al "Laucha", a través de un vidrio de la puerta de la sala: terminamos en la oficina del Sr. Burgos.


Luego, pasaría a la "pajarera" de avenida Playa Ancha con Gral. del Canto. Un edificio que, perfectamente, podría haber sido escenografía para un filme de terror. Allí viviría la preadolescencia, echándole el ojo a las cabras internas de las Monjas Inglesas que estaban casi enfrente. De allí recuerdo al Sr. Fuentes, profesor de Artes Manuales. Con mi primo -que le pegaba más al ramo- intercambiábamos trabajos para la nota. El Sr. Fica y su Sra. Pira, la profe de Matemática; care plica, el de Música; el guatón Olivares; Teodoro Benario, el profe de Inglés con su andar característico: echándose vuelo. Aún recuerdo el sol colándose por intersticios insospechados y el crugir leñoso de las escaleras.


En 1962, nos trasladaríamos a los módulos que se construyeron un poco más abajo, frente al DPA. Se suponía que esa construcción era "transitoria" -para los que veníamos de la pajarera era un palacio-; no obstante, pasarían 45 años para contar con el actual edificio que es una verdadera belleza arquitectónica. Es éste el Liceo que hoy tengo el honor de dirigir.


Recorrí las calles aledañas al Liceo y, la verdad, poco ha cambiado el entorno. Aún persisten construcciones de aquella época. Sin embargo, la Escuela 17 desapareció y se asimiló a mi Liceo. Recuerdo que mi madre asistía a esa escuela a unos cursos de Economía Doméstica que, en buen castellano, era aprender a cocinar.


Aún se encuentra una que otra calle con adoquines, los esqueletos de los cines Iris y Odeón a los que asistíamos mi hermana y yo: la matinée del domingo, siempre que juntáramos la plata para las entradas. La plaza Waddington en la que patinábamos y, más tarde, hacíamos nuestros primeros escarceos sentimentales. La Fuente de Soda Bómbolo, donde escuchábamos los últimos éxitos de la nueva ola, en un Wullitzer. El paseo 21 de mayo, lugar ideal para pololear y bailar, cuando se hacía el carnaval. En fin, momentos mágicos que llenaron mi vida y todo mi ser.


Antes de entrar ¿o reentrar? al Liceo, ese 2 de marzo pasado, recorrí esos lugares de la República de Playa Ancha. Aquí estoy, donde empecé mi caminar vital; aquí estoy, donde terminaré mi paso por este mundo. Bienvenido recuerdo.