sábado, enero 17, 2009

Museo Naval

Hacía bastante tiempo que no visitaba el Museo Naval, ubicado en el Paseo 21 de Mayo. Convencí a Gaby para que ese día viernes de enero, por la tarde, partiéramos a Playa Ancha. Había cierto dejo de emoción y ansiedad en mí ya que ver el vetusto edificio que albergara a la antigua Escuela Naval, me traía a la memoria a mi padre, mi juventud, los primeros pololeos.

Mi padre trabajaba en la Armada -filiación azul- como Laboratorista Dental en los Arsenales de Guerra, ese conjunto de edificios mamotréticos que se encuentran justo a los pies del Paseo 21 de mayo. Edificios hoy rodeados por containers y grúas. El trabajo de mi papá permitía que yo pudiese practicar natación en la Escuela Naval y, por ende, incursionar en la dinámica diaria de los cadetes. Esto sería como el preanuncio de mi ingreso posterior a la Escuela Militar. Pero eso es otra historia.

Quien se acerca hoy a este edificio lo hace para sumergirse en la historia naval de Chile y fue lo que hicimos con Gaby ese viernes.

Debo decir que subir por la escalera que nos conducía al Museo fue como volver a ese pasado que no es tema ahora. En el jardín de entrada nos encontramos con una estatua de tamaño natural del Almirante José Toribio Merino, saludando militarmente, reminiscencia de un pasado que ya nadie quiere recordar.

Entrar al Museo ya impresiona por su impecable presentación: todo reluce. La iluminación de cada una de las salas es exactamente la adecuada para crear esa atmósfera de heroicidad que se quiere transmitir al visitante. Orgullo para el asistente nacional, grata impresión para el turista.

Cada una de las piezas expuestas se hace con exquisito gusto y siguiendo las pautas que me ha tocado apreciar en museos extranjeros, como el Museo del Ejército en París. Las cartillas que cuelgan ordenadamente y dispuestas para el visitante más aplicado, informan pormenorizadamente respecto a la pieza en exhibición. Una grata forma de aprender sobre la historia de nuestro país.

Los vitrales son maravillosos, porque aportan a una atmósfera pasada llena de glorias y actos sublimes. Las armas nos dan cuenta de la clase de hombres que las blandieron en el fragor del combate, cual míticos titanes.

Nos emocionamos cuando ingresamos a aquella sala en que, semejando la cripta que se encuentra en el monumento a los Héroes de Iquique, se nos abre la intrahistoria de cada uno de los personajes que rindieron con sus vidas el profundo amor a la Patria. Especialmente, me emocionó el poema de Sara Vial dedicado a ese niño-marino tocando su tambor en medio del combate.

En cada sala nos vamos adentrando en la historia naval de nuestro país. Cada óleo da cuenta de gestas que escribieron con sangre joven nuestro pasado ilustre. Ese resto de mástil de la corbeta Esmeralda nos explicita la precariedad de la nave para enfrentar al colosal Huáscar.

Salimos al patio central con el verde del pasto iluminado por el sol, para tomarnos un exquisito café mientras observamos un gran mascarón de proa del Buque Escuela Esmeralda y, en el recuadro opuesto, un cañón recuperado en la rada de Iquique, resabio del Combate Naval que maravillara al mundo.

Antes de abandonar este bello Museo, permanecemos largo rato observando los souvenires que están a la venta y que sirven para llevarse a casa algo de ese espíritu naval que viviéramos ese día.

Creo que ninguna persona que se llame porteño puede dejar de visitar este magnífico museo. Emerger de una visita como ésta, le hará sentirse orgulloso de llevar ese calificativo.