lunes, junio 05, 2006

Invierno porteño

Llueve en Valparaíso. El mar comienza a manifestar su inquietud salobre: se respira en el ambiente. Seguramente se nos vendrá un temporal que llevará a los cabros de Liceos y Colegios a recorrer la ribera y pegarse una mojada de padre y señor.
Cuando se nos viene esta lluvia, generalmente, el viento arrecia con violencia inusitada. A casi nadie se le ocurre, entonces, salir con paraguas y, más aún, si es hombre. Comienza con una inofensiva llovizna que va engrosando su caudal paulatinamente, hasta convertirse en un chaparrón que todo lo moja y apoza. El agua se descarga por las bajadas de los cerros como inmenso aluvión que deposita su carga barrosa en el plan. Ahí sí comienzan los problemas ya que las pannes de vehículos generan tacos enormes.
Sin embargo, no todo es malo. No hay espectáculo más fascinante que ese mar embravecido que rompe en millones de cristales sobre los cabros que corren raudos para esquivar la mojada. Más allá, los barcos y buques toman posiciones para enfrentar la marejada. Cabecean de lo lindo y se vé saltar el agua que choca con sus estructuras. A pesar del viento y la lluvia, las gaviotas igual sobrevuelan el arremolinado espacio, lanzando sus graznidos y meciéndose, a veces estáticas, empujadas por el viento.
Apenas este espectáculo ha comenzado, las dueñas de casa comienzan a preparar las infaltables sopaipillas: secas y pasaditas. Es el día de onces suculentas y sabrosas. Allí, al amparo de la debacle externa, probamos un rico té o café con leche y le hacemos los honores a esas sopaipillas que, diligentemente, preparó la patrona.
Así, el invierno porteño genera una de las más sabrosas expresiones del arte culinario, en cada casa colgada de los tantos cerros que presencian este temporal.